Para nadie es un secreto que nuestra forma de relacionarnos y habitar el territorio viene cambiando con la presencia de la COVID. La preocupación por preservar la vida, intentar mantener el empleo y reactivar las prácticas económicas ha estado muy activa en las agendas públicas y políticas.
Esta discusión, como es apenas lógico, no ha exceptuado a la escuela y a las actividades de formación que se adelantan allí. Justamente consideramos importante reflexionar un poco sobre los procesos, que no son estrictamente académicos, y que tienen a la escuela como un centro de interacción e intervención comunitaria.
Lo anterior quiere decir, en palabras más simples que, en nuestro país, la escuela es un centro comunitario en el que están vinculadas prácticas de prevención, acompañamiento y protección de los derechos de niñas, niños y jóvenes. El cierre, parcial o total, de las instituciones educativas pone en jaque el desarrollo óptimo de estos ejercicios de bienestar social. Analicemos solo algunos:
Sistemas de alimentación escolar: como es bien sabido, en Colombia la alimentación escolar no es universal, pero en muchos casos, es la única forma de asegurar las bases de una nutrición mínima de niños y niñas. Datos recientes del MEN muestran que el PAE hoy atiende a un 18% menos de usuarios que durante 2019.
Reclutamiento forzado: la ruptura de los vínculos entre las escuelas presenciales y estudiantes de las zonas donde el conflicto se ha recrudecido favorece el reclutamiento forzado de niños y niñas a grupos armados ilegales. Se estima que, en los cinco primeros meses del año, se ha incrementado este fenómeno en un 113% respecto al año anterior.
Decremento en la activación de rutas de maltrato y abuso infantil: desde la escuela se lidera la activación de diversas rutas que favorecen la prevención de abuso infantil. Con la ausencia de encuentros presenciales estos reportes se han reducido, dificultando la identificación y tratamiento temprano de estas prácticas.
Disminución del acompañamiento psicosocial: si bien es cierto que una buena parte de nuestras instituciones no cuentan con equipos de acompañamiento psicosocial, el rol de maestras y maestros en esta dimensión es central. Los y las docentes se convierten en referentes para asegurar la garantía de derechos, la orientación para el mejoramiento de la salud mental y los espacios protectores en términos emocionales.
Adicionalmente, asuntos como la incapacidad de acceder a escenarios culturales y deportivos, como las bibliotecas escolares o la infraestructura de recreación asociada a las escuelas; las brechas del acceso a tecnologías de la información y comunicación; o la incapacidad de usar varios materiales pedagógicos; dificultan mucho más la tarea de los maestros y las maestras en un intento por favorecer los procesos de retención escolar.
Al fin de cuentas, es fundamental dejar de pensar en la escuela como el lugar en el que solo se va a aprender sumas o a escuchar cuentas (que desde luego también sucede) para pasar a reconocer a estos escenarios como los espacios privilegiados para la construcción de ciudadanía, y como lugares absolutamente necesarios para proteger, de manera integral, los derechos de estudiantes y comunidades educativas.
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